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El deseo no surge de la nada



Vivimos en una cultura que nos enseña a cuidar de todo y de todos, menos de nuestro propio deseo. Se nos inculca la idea de que el deseo es algo espontáneo, una chispa que simplemente aparece cuando las condiciones son las “correctas.” Sin embargo, ¿qué pasa cuando no aparece? ¿Qué ocurre cuando la rutina, el cansancio y las exigencias diarias lo opacan?


Nos han hecho creer que el deseo es una cuestión biológica, que depende de hormonas o de la mera atracción física. Pero esta visión simplista ignora que el deseo es también una construcción: algo que se alimenta, que se cuida, que se moldea a lo largo del tiempo. No es un interruptor que se enciende y se apaga sin razón. Si todo lo demás en nuestra vida requiere atención, ¿por qué esperar que el deseo funcione de forma automática?


La paradoja es evidente: nos exigimos deseo sin enseñarnos a cultivarlo. Queremos que esté ahí, intacto, como si fuera un recurso inagotable. Pero el deseo necesita espacio, tiempo y exploración. Requiere que nos escuchemos, que reconozcamos qué nos mueve, qué nos inspira y qué nos detiene. No es solo una respuesta del cuerpo, sino un diálogo entre el cuerpo, la mente y la emoción.


No cuidar del deseo es condenarlo a la inercia. Nos convencemos de que, si desaparece, es porque “ya no está,” en lugar de preguntarnos qué hemos dejado de hacer para mantenerlo vivo. El deseo no muere porque sí. Se desgasta cuando lo reducimos a un deber, cuando lo relegamos al final de la lista de prioridades o cuando creemos que es responsabilidad del otro despertarlo en nosotros.


Si queremos un deseo vibrante y presente en nuestra vida, debemos empezar por cuestionarnos: ¿Cómo lo estamos cuidando? ¿Le damos el mismo valor que a otros aspectos de nuestra vida? ¿Nos permitimos explorarlo sin culpa ni expectativas externas? Porque solo cuando dejamos de esperar que el deseo surja de la nada, podemos comenzar a construirlo de verdad.


Cita Previa 34 623 365342





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